por F. Paredes | 30 Ago, 2018 | Padres
Una de las cosas que he perdido con la edad ha sido la de no ir al pueblo de mi madre en la Sierra cordobesa. Era ese típico pueblo de la España rural que moría en invierno y en verano, con la presencia de los que íbamos de Valencia, Barcelona, Madrid y Sevilla, nacía con fuerza y en diciembre multiplicaba por diez su población.
Mil y una historias nos pasaron de jóvenes en aquella aldea, que con dicho nombre ni siquiera le concedían el honor, ni por tamaño ni por gente censada, de estar dentro de la categoría de pueblo. Era muy pequeña, lo que contrastaba con la grandeza de sus gentes.
Los agostos, mes de las fiestas, íbamos todos los jóvenes del pueblo de aldea en aldea bailando al son del Paquito Chocolatero de un músico con un teclado que lo mismo cantaba por Lola Flores, que por The Police.
Una noche, regresando de una de estas fiestas, cuando aún no había amanecido, a Carlos el gordo, autóctono de la aldea y buen chico donde los haya, tuvo la brillante idea de ir a ver los cerdos de Manolo el porquero como allí le llamaban. La pocilga tenía una valla que había que saltar y que te permitía ir a ver los cerdos que por allí rondaban.
Recuerdo que la noche aún nos envolvía, no se veía ni un pimiento y allí estábamos cuatro tiarrones en la valla a punto de saltar a una pocilga para ver cerdos. El primero en saltar fue Carlos el gordo; cuando saltó se oyó algo parecido a caer encima de una mierda, pero la verdad es que nos cegaba la noche, los botellines de la verbena y las ganas y las risas que teníamos los tres que nos habíamos quedado fuera.
Le preguntamos ¿Qué tal todo, bien? Y Carlos, gritó con acento cordobés: ¡perfecto! venga que salte el siguiente. Yo, que siempre he preferido que si tiene que pasar algo malo pase cuanto antes, fui el segundo en saltar.
Así lo hice. Salté la valla y caí en un montón de mierda que me subía más arriba de las rodillas, en ese momento con la poca luz que había, Carlos me sujetó y me indicó que me callara, que no dijera nada.
Esta vez fui yo el que le dijo a los otros dos: ¡saltad, no hay problema! Y así saltó Luis el sevillano y fue el tercero en llenarse de mierda hasta las rodillas.
Quedaba uno, que como mandan los cánones y fiándose de lo que decíamos, saltó sin esperarse que su aterrizaje fuera en una gran montón de mierda.
Y así fue como los cuatro terminamos llenos de mierda, con risas, oliendo mal y llegando a nuestras casas con un aspecto que nuestras madres y nosotros nunca olvidaremos.
La enseñanza de esta historia es que el ser humano, a veces cuando está lleno de mierda, prefiere que todos los que estén con él se llenen también de excrementos, pues esto siempre hace que duela menos y que como dijo Carlos el Gordo, enarbolando la bandera de la cultura popular española: MAL DE MUCHOS, consuelo de tontos.
Desgraciadamente muchas veces el autismo llena tu alma “de mierda”, pero es decisión tuya ir por la vida intentando que no se note o prefieras que se manche al resto, es decisión tuya.
Por favor, no hagas que el resto pague los malos momentos que seguro que tendrás que pasar. Levántate, límpiate y sonríe. Nadie tiene la culpa de que a veces tu alma se ensucie. Nunca será consuelo ensuciar la de los demás.
Reflexiones de una persona con autismo
Fotografía: David Martín
por F. Paredes | 27 Ago, 2018 | Padres
En el autismo hay muchas cosas que son nuevas; cosas que tienes que aprender a digerir y que, por duras que sean, no te queda más remedio que asumirlas para seguir adelante con tu vida y con tu hijo.
Pero hay dos cosas que realmente me producen una gran tristeza y desasosiego: la primera es la auto lesión que llevan a cabo algunas personas con TEA y la segunda es que mi hijo llore y no sepamos porqué.
Autolesionarse, gracias a Dios, aún no ha sucedido. Y espero que no pase nunca. Pero la segunda nos ha pasado varias veces y realmente te estropea el día. Por mi parte no puedo superar ese momento en que mi hijo llora con enorme tristeza y no sabemos qué le pasa. Llora con desesperanza y con una pena que quizás sobredimensionamos al no saber el origen.
Si lo piensas es bastante duro que no puedas expresar con palabras: el dolor, la tristeza, el enfado, o incluso la frustración. Es muy jodido que llores y no puedas decirle a tus padres, amigos o familia qué te ocurre.
Imagínatelo por un momento. Imagínate a ti, rodeado de gente, llorando y sin poder decirle a nadie qué te ocurre. Para nosotros, como padres, es realmente duro ver a nuestro hijo en un momento de desesperanza y no saber qué está ocurriendo. Le cogemos, le abrazamos, pero no dejamos de preguntarle ¿qué te pasa?.
Como digo, quizás no sea nada, pero la incertidumbre nos mata. Pueden ser los dientes, el estómago, los oídos, que algo no le ha gustado en la tablet, que se ha acordado de algo triste, y así podría seguir y seguir con una lista interminable de cosas que creemos que pueden estar pasando y que te hacen llorar.
Nuestra desazón es porque solo tenemos clara una cosa, y es que esas lágrimas no son producto de alegría ni de buena emoción. Porque es nuestro hijo y sabemos que cuando llora así es que algo “malo” le pasa.
Y de igual manera que viene, pasa y se olvida. Nuestro hijo vuelve a recuperar su alegría, sus risas y su felicidad. Pero esas lágrimas, que son pasajeras y que a lo mejor para él no significaron nada, a nosotros nos deja un poso de tristeza y un pensamiento negativo: ¿Por qué mi hijo no es capaz de decirme qué le pasa? ¿Por qué llora mi hijo y no soy capaz de saber los motivos?
Muchas veces saber los motivos no te sirve de mucho, pues no puedes hacer absolutamente nada para parar el llanto; pero sabiendo el origen, puedes hacer cosas para que tú hijo deje de sufrir. Por supuesto si no sabes porqué llora, jamás podrás hacer nada para darle consuelo. Solo abrazarle y esperar a que pase ese momento asqueroso que te arruina el día.
El consuelo lo encuentras rápido, viendo a tu hijo que ha recuperado su alegría, su felicidad y pensando, sobretodo, que los momentos buenos que tiene mi hijo son muchos más que los malos. Sin embargo, como digo, esto es simplemente consuelo. No quiero acostumbrarme al momento en que mi hijo llora y no se el porqué, ni “llevarlo bien”, ni “saber convivir con ello. No quiero consolarme diciendo: ¡bueno seguro que es por una tontería de niños!
Ese momento es una “gran mierda” y no creo que nunca pueda decir que lo voy a superar, pero esto es lo que hay.
Reflexiones de una persona con autismo.
por F. Paredes | 23 Ago, 2018 | Padres
Aquel niño salió al patio, con la misma incertidumbre que llega un becario a su primer día de trabajo. Estaba perdido. Pero sabía que aquello era un patio de recreo, donde tarde o temprano aparecerían compañeros para jugar a guerras sin vencedores y a partidos de futbol con porterías hechas con dos abrigos en el suelo.
Nuestro amigo acertó. Se oyó una música suave y relajante por los altavoces y empezaron a salir niños por todas las puertas; algunos de ellos, nada más salir, ya le vieron solo. Nuestro protagonista empezó a mover las manos, signo de nerviosismo, y comenzó a ir de un lado para otro intentando que no se le acercara ninguno de aquellos niños a pesar de que las intenciones de los que salían al patio eran solamente conocerle e intentar jugar con él.
Nuestro amigo empezó a sentirse muy frustrado, pues no sabía conectar con ninguno de ellos, y su ansiedad fue en aumento. Simplemente por lo que no conseguía, por la soledad que sentía y por la inseguridad de estar en un mundo en el que no podía comunicarse con nadie. De repente, y sin saber cómo ni porqué, nuestro querido amigo empezó a llorar y a ponerse nervioso, tiró unos botes de plástico y empezó a golpear pelotas con la rabia propia de alguien que quiere contar cosas y no le salen, y conseguir algo y no puede.
Miraba al resto de niños y ellos parecían felices. Cada uno tenía su sitio, reían, corrían, saltaban… otros estaban solos, pero a todos ellos se les veía felices… ¿Por qué entonces estaba él tan triste? Un patio de recreo, muchos niños, juguetes, era todo propicio para ser feliz, y sin embargo nuestro amigo no lo era.
Enseguida empezó a darse cuenta de que su infelicidad venía dada por la incapacidad de comunicarse con el resto y porque los demás niños, sin maldad y sin querer, le estaban excluyendo, no jugaban con él. La soledad se había convertido en su novia de recreo y eso le hacía estar triste ?.
Intentó hablar con los niños que estaban por allí y vio como poco a poco iba captando su atención. Pero era muy lento. Tenía que acercarse, respetar sus espacios y sobre todo respetar sus momentos y sus decisiones a la hora de relacionarse. Sin embargo, toda esa tensión se fue relajando y nuestro amigo, a un ritmo adecuado para todos, consiguió empezar a jugar y arrancar sonrisas de los 4 ó 5 niños que se le habían acercado. Rápidamente su sentimiento de tristeza cambió y se convirtió en un momento de los más felices y alegres de su vida pues estaba siendo incluido en el grupo de “niños extraños” que al principio no le hablaban.
De repente se abrieron las puertas y entraron los niños de la clase de nuestro amigo. Era un colegio de niños “normales” que hoy visitaba AUCAVI, un colegio de personas con autismo. Nuestro amigo se había perdido por las instalaciones y había terminado él solo compartiendo recreo y juego con todos los niños con autismo del colegio.
Sintió alivio al darse cuenta de que esos niños, a los que muchas veces él y sus amigos habían llamado “anormales”, eran niños como él; niños que simplemente necesitaban otro ritmo para acercarte, para jugar, para reír; solo eso, eran ritmos diferentes. Para nuestro amigo ese día fue uno de los recreos más felices de su vida.
La normalidad es un concepto que se ha establecido socialmente; ahora bien, cuidado con creerte “normal” y hacer de ello un valor, pues depende del contexto. Imagínate que te pudieras teletransportar y dándole a un botón aparecieras en un segundo en una plaza de un barrio de Pekín, ¿quién sería el diferente?
Reflexiones de una persona con autismo
Fotografía: David Martín
por F. Paredes | 20 Ago, 2018 | Padres
Hola Nieto. Te has hecho mayor. Ya no eres un niño. Estás en lo que llaman la vida adulta. Mides más que yo hace ya varios años, y tienes más fuerzas que tu padre y yo juntos. Hace tiempo que te quería contar nuestra historia, pues creo que algo nos unió de forma diabólica y maravillosa a la vez.
Tuve contigo algo, que no tuve con el resto de mis nietos, y no es porque fueras una persona con TEA. Pensar que te quise por eso, más que al resto, es de mediocres. Tengo los años suficientes, y la sabiduría acumulada necesaria, para mirarte a los ojos y decirte que si algo nos unió no fue tu trastorno. A mí eso siempre me dio igual.
Te lo explicaré. Desde que eras un crío, venías a mí e intentabas comunicarte poniendo encima de la mesa todos los recursos de los que disponías. Para muchos eran pocos, para mí era algo que solo hace alguien especial. Jamás a nadie le puedes pedir que dé algo más de lo que tiene, ¡JAMÁS!
Tú dabas todo a la hora de abrazarme y de besarme. Pero me tienes que entender, porque tú eres mi nieto, y junto a ti estaba tu padre, que es mi hijo. Mi amor siempre estuvo dividido. ¿Qué puede ser peor que te den a elegir entre el amor que tienes a un hijo o el que le tienes a un nieto?
Pero bueno, no nos pongamos profundos; yo quiero hablarte de cómo has llegado a la edad adulta, y de cómo nos fue la vida. El tiempo pasó, y así te fuiste haciendo mayor.
Es difícil hacer entender como dejaste de ser un bebé. En ese momento, yo estaba bien. Me costó mucho entender que no fueras igual que el resto, pero en seguida me acostumbré. La verdad es que al principio no te entendía, eras diferente que el resto de mis nietos. Esquivabas mis besos y jugabas al escondite con mis abrazos. Pero fue así como me empezaste a ganar.
Un día tu padre llegó hasta mí diciendo que no podía más. Estabas entrando en la adolescencia. Solo le dije una cosa, y es, que por un hijo siempre se puede más. Se marchó, y tiró contigo hacia adelante.
Veníais como siempre, los domingos, a verme, y yo, como hacía con todos mis nietos, intentaba jugar a juegos que no entendías y te daba consejos como si se los diera al aire del que bebíamos los dos. Pero los dos aguantamos, y sabiendo que tú y yo no éramos como el resto, apuntalamos nuestro amor con vigas de ternura y cariño, que son las que nunca se derrumban.
¡Hoy, tienes más de veinte! y yo, por cuatro multiplico tu edad. Hoy vienes a verme a una residencia de cuatro estrellas, de la que sé que ya nunca saldré. Hoy, tú sigues con tus balanceos y yo no me acuerdo de tu nombre.
A lo tuyo le llaman autismo, a lo mío demencia; para mí y para ti son simplemente mundos diferentes. Mundos diferentes donde jugamos al ajedrez imaginario. Donde no gana el que mata al rey, que eres tú, sino donde ganamos los peones que trabajamos por querernos con sinceridad y sin importarnos el final de la partida.
Un mundo donde no sé explicarte porque te quise más que al resto… pero el autismo no fue la causa.
Jaque mate a tu corazón
Fotografía: David Martín
por F. Paredes | 16 Ago, 2018 | Lucas habla
¿Cuántas veces me despertaste a mitad de la noche y nunca dije nada?
¿Cuántas veces recogí el vaso de agua que tiraste y lo hice de buena gana?
¿Cuántas veces me hiciste correr detrás de ti y te tuve que parar antes de que cruzaras la calle poniendo en peligro tu vida?
¡Dime! ¿Cuántas veces nos miramos e intento imaginar lo que piensas?
¿Cuantas veces me peleé reclamando cosas para ti en ventanillas de la administración que solo me escupían con desdén: vuelva Vd. mañana?
¿Cuántas veces me “pegué” en reuniones con pedagogos, psicólogos, neurólogos, profesores, directores de colegios, solo porque creía que defendía cosas buenas para ti?
¿Cuántas veces lloré yo solo, sin que nadie me viera, por la pena que no sabía digerir y que me iba consumiendo por dentro?
¿Cuántas veces tuve que callarme, para no liarla, con la familia, porque estaban diciendo cosas estúpidas que hacían entender que no saben lo que es el autismo?
¡Venga! ¡Piensa! ¿Cuántas veces me quedé mirándote esperando a que tu mirada se fijara en mí y no estuviera dispersa?
¿Cuántas veces quise ir contigo de la mano paseando por la calle sin que fueras dando a la gente con tu mano y cogiendo cosas del suelo?
¿Cuántas veces he escuchado decir cosas que me hacían daño, y he tenido que tragar lágrimas que sabían peor que las normales?
¿Sabes cuántas he pensado que podrías mejorar y que de repente una mañana te levantaras y no fueras una persona con TEA?
¿Podrías contar cuantas veces he pensado que fue culpa nuestra, que algo hicimos mal, que alguien o algo nos está castigando?
¿Cuantas veces he ido a verte a los Días de puertas abiertas esperando que cuando entraras en clase dijeras: ese es mi papá?
¿Cuántas veces he pasado por la puerta del cine pensando en lo bonito que sería ir los cuatro juntos y no solo con tu hermano como hacemos siempre?
No te imaginas cuantas veces daría todo lo que tengo y lo que soy, porque me dieras un abrazo y me dijeras al oído: eres el mejor papá del mundo.
Quizás nunca sepas cuantas veces te miré sin que te dieras cuenta y pensé que eras lo más maravilloso que nos había pasado nunca; que habíamos tenido una suerte increíble al haberte podido conocer.
¡Hijo mío! y todas estas veces lo hice lo mejor que pude y que supe. A veces de manera torpe e impulsiva. Otras veces fui clara víctima de la ignorancia y la desinformación. Claro que, sobre el autismo nadie te enseña.
¿Sabes quién nos enseña a entenderlo, a comprenderlo y a luchar? Tú. Eres el gran maestro para nosotros y lo hacemos lo mejor que podemos. Nunca estuvimos preparados para esto y ponemos nuestras mejores voluntades a la hora de procurar lo mejor para ti, sin duda alguna en ocasiones nos confundimos.
Pero sabes hijo ¿cuántas noches me acuesto a tu lado y te digo: Te quiero mucho, y espero un “Y yo a ti…” que de momento no llega…?
¡Pues querido hijo! Todas las noches desde que naciste, y así lo seguiré haciendo SIEMPRE.
TE quiero Lucas.
Reflexiones de una persona con autismo.
Fotografía: David Martín
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