Una de las cosas que he perdido con la edad ha sido la de no ir al pueblo de mi madre en la Sierra cordobesa. Era ese típico pueblo de la España rural que moría en invierno y en verano, con la presencia de los que íbamos de Valencia, Barcelona, Madrid y Sevilla, nacía con fuerza y en diciembre multiplicaba por diez su población.

Mil y una historias nos pasaron de jóvenes en aquella aldea, que con dicho nombre ni siquiera le concedían el honor, ni por tamaño ni por gente censada, de estar dentro de la categoría de pueblo. Era muy pequeña, lo que contrastaba con la grandeza de sus gentes.

Los agostos, mes de las fiestas, íbamos todos los jóvenes del pueblo de aldea en aldea bailando al son del Paquito Chocolatero de un músico con un teclado que lo mismo cantaba por Lola Flores, que por The Police.

Una noche, regresando de una de estas fiestas, cuando aún no había amanecido, a Carlos el gordo, autóctono de la aldea y buen chico donde los haya, tuvo la brillante idea de ir a ver los cerdos de Manolo el porquero como allí le llamaban. La pocilga tenía una valla que había que saltar y que te permitía ir a ver los cerdos que por allí rondaban.

Recuerdo que la noche aún nos envolvía, no se veía ni un pimiento y allí estábamos cuatro tiarrones en la valla a punto de saltar a una pocilga para ver cerdos. El primero en saltar fue Carlos el gordo; cuando saltó se oyó algo parecido a caer encima de una mierda, pero la verdad es que nos cegaba la noche, los botellines de la verbena y las ganas y las risas que teníamos los tres que nos habíamos quedado fuera.

Le preguntamos ¿Qué tal todo, bien? Y Carlos, gritó con acento cordobés: ¡perfecto! venga que salte el siguiente. Yo, que siempre he preferido que si tiene que pasar algo malo pase cuanto antes, fui el segundo en saltar.

Así lo hice. Salté la valla y caí en un montón de mierda que me subía más arriba de las rodillas, en ese momento con la poca luz que había, Carlos me sujetó y me indicó que me callara, que no dijera nada.

Esta vez fui yo el que le dijo a los otros dos: ¡saltad, no hay problema! Y así saltó Luis el sevillano y fue el tercero en llenarse de mierda hasta las rodillas.

Quedaba uno, que como mandan los cánones y fiándose de lo que decíamos, saltó sin esperarse que su aterrizaje fuera en una gran montón de mierda.

Y así fue como los cuatro terminamos llenos de mierda, con risas, oliendo mal y llegando a nuestras casas con un aspecto que nuestras madres y nosotros nunca olvidaremos.

La enseñanza de esta historia es que el ser humano, a veces cuando está lleno de mierda, prefiere que todos los que estén con él se llenen también de excrementos, pues esto siempre hace que duela menos y que como dijo Carlos el Gordo, enarbolando la bandera de la cultura popular española: MAL DE MUCHOS, consuelo de tontos.

Desgraciadamente muchas veces el autismo llena tu alma “de mierda”, pero es decisión tuya ir por la vida intentando que no se note o prefieras que se manche al resto, es decisión tuya.

Por favor, no hagas que el resto pague los malos momentos que seguro que tendrás que pasar. Levántate, límpiate y sonríe. Nadie tiene la culpa de que a veces tu alma se ensucie. Nunca será consuelo ensuciar la de los demás.

Reflexiones de una persona con autismo

 


Fotografía: David Martín