Manuel tiene 6 años y es una preciosidad. Cariñoso, obediente y con ganas siempre de jugar. Su padre disfruta con él porque es lo mejor que le ha pasado en la vida y es el motivo por el cual se siente un hombre completo, feliz y posee la serenidad que te da la certeza de haber cumplidos los objetivos vitales: tiene una gran familia, con un hijo adorable, en el trabajo le va bien y ama y se siente querido por su mujer que nunca le falla; tal y como prometió aquel día de verano: estaré a tu lado en los momentos buenos y malos.
Sin embargo, un día se levantaron y se dieron cuenta que algo había cambiado con Manuel. Al principio nada perceptible, pero “nuestro Manuel” empezaba a no ser tan comunicativo como los días anteriores. Esquivó un beso de su padre al irse del trabajo y cuando su madre le fue abrazar Manuel salió corriendo como si no deseara esos abrazos por los que ayer “bebía los vientos”.
No le dieron importancia y le llevaron al colegio. Ahí sí que entendieron que algo no funcionaba como ayer. Los niños que le hablaban y le cogían de la mano para entrar juntos al colegio no lo hicieron; simplemente le miraron, algunos con caras de pena y otros de miedo y terror. Pensaron: ¡son cosas de niños!
El padre de Manuel, como hacia muchos días, aprovechaba la media hora que tenía para desayunar para ir a verle durante el recreo aunque muchos días no le dijera nada. Disfrutaba viéndole jugar con todos los niños, que reían y corrían al unísono como si se tratara de un banco de peces a merced de la marea.
Pero aquel día según se acercaba a la valla su corazón se fue haciendo más pequeño. En la lejanía vio como Manuel estaba solo en el patio. Aleteaba una mano y no mostraba interés por él ni por sus compañeros.
Se quedó a escasos metros, casi paralizado. Ya no podía parar sus lágrimas que seguían el curso natural del que se está muriendo por dentro. NO entendía nada. Estaba solo, en un rincón. Nadie jugaba con él. Movía sus manos y pudo escuchar un sonido parecido a un mantra. Su hijo acababa de dejar de hablar.
Temblando y con lágrimas en los ojos llamó a su mujer, buscando consuelo en la persona que más quería para contarle algo inexplicable. Le contó lo que ocurría. Su mujer tuvo que salir corriendo del trabajo mientras también lloraba y paraba un taxi que la llevaba hacia esa verja maldita de un patio en el que su hijo de repente se había convertido en “alguien diferente”.
Y así llegó, llorando y abrazando a su marido y contemplando como su hijo de repente ya no era el de ayer, como su hijo se había aislado. NO mostraba interés por sus amigos, ni por su entorno y solamente le tranquilizaban sus balanceos y el aleteo de sus manos al aire.
Y así, paralizados, abrazados, mirando por esa valla maldita se preguntaban qué había ocurrido.
Y yo les contesté: no ha ocurrido nada, simplemente os he situado en lo que los padres con autismo vemos y sentimos a diario. Es muy duro escribir estas letras para intentar situar a la gente durante unos minutos con lo que a veces ocurre con una persona con autismo. Los padres de una persona con autismo vivimos esto segundo a segundo y desgraciadamente nuestra realidad no es producto de un texto en un blog ni de la imaginación de un padre de un hijo con autismo que se llama Lucas y es un ser maravilloso.
A Manuel no le pasaba nada. Cuando su padre fue a verle, le vio riendo y jugando como siempre y siendo un niño feliz. El día pasó y llegaron todos a casa y su vida siguió siendo tan feliz como lo había sido ayer.
Todo es producto simplemente de mi imaginación y de llevarte durante unos segundos a mi vida, que tampoco es mala si no simplemente diferente a la tuya.
-Reflexiones de una persona con autismo.
Fotografía: David Martín
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