Solo recuerdo que era un día gris, como quizás no podría ser de otra forma.

No me di cuenta. Pero creo que hasta el sol se escondió detrás de nubes negras para no escuchar lo que nos tenían que decir.

Y así, tragando inconsciencia o esperanza, mi mujer y yo íbamos a una sala, también gris donde nos iban a dar un diagnóstico más o menos definitivo sobre nuestro hijo.

Su madre, tenía la certeza  que algo pasaba, hacía ya algunos meses. 

Que algo no funcionaba bien.

Y yo con unas prioridades equivocadas trabajaba más que ocuparme de lo que le pasaba a mi hijo.

Tranquilizaba a una madre que anticipaba ya las malas noticias, en forma de ojos tristes y muecas felices vestidas con el traje de la ansiedad.

Caminábamos hacia el inicio de una vida nueva. Dura, tediosa y donde la palabra paciencia sería la única palabra que oiríamos muchas veces.

Nos hicieron pasar a una sala triste donde se notaba que habían pintado las paredes más de una vez. Mobiliario antiguo, y mesas y sillas pasadas de moda. Todo allí era incómodo.

Un bote de escritorio tenía bolígrafos a los que les faltan la capucha y lapiceros sin punta a los que por el uso se les había borrado ya la marca.

Recuerdo que las sillas eran verdes. Viejas, pero verdes. Quizás porque alguien pensó que es el color que se merecen unas sillas en las que se van a sentar unos padres a los que se le va a decir, que el hijo que tenían no era el hijo que tantas veces sus mentes se imaginó.

La profesional llegó en unos minutos.

Pocos pero eternos. Se presentó. No recuerdo su nombre. Mi mente se encargó de borrar su nombre, aunque la razón me decía que ella no tenía culpa nada.

Sé que sonrió. Pero una sonrisa llena de compasión. Ese tipo de sonrisas que son la antesala de una mala noticia.

Esa sonrisa que se tiene cuando le tienes que decir a alguien algo malo, en lo que no tienes nada de responsabilidad.

Fue entonces, sólo entonces cuando entendí que había estado demasiado tiempo viajando en mi trabajo y que no me había dado cuenta de lo que realmente pasaba.

Nos habló de nuestro hijo, desglosando cosas que “no hacía” para los tres años y medio que tenía. Cosas que de manera implacable apuntaban a dos diagnósticos.

Con serenidad, con la voz amable y sabiendo que lo que iba a decir cambiaría nuestras vidas para siempre nos los dijo: “Su hijo presenta rasgos (no sé si uso esta palabra, pero si recuerdo lo que dijo a continuación) y todo apunta a que puedes sufrir TEA o Retraso mental.

Es de las pocas veces en mi vida, que quería hablar, pero no podía,.

Quería preguntar, pero las preguntas morían antes de poder decirlas en alto.

En ese mismo instante, cuando termine aquella frase, sé que algo se rompió dentro de mi.

Sé que en mi interior algo se quebró.

No podía llorar.

Sólo sabía que me había roto por dentro.

Lo demás ya pasó muy rápido.

Yo no me acuerdo de nada más. Imagino que la memoria hace que cosas así se olviden y te acuerdes sólo del color de las sillas y del bote de bolígrafos para que puedas seguir adelante.

Mi mujer y yo volvimos a casa. En la calle ya llovía.

Era de noche. Casi al llegar al portal me di cuenta que nos acaban de dar el diagnóstico de nuestro hijo.

Y fue entonces, solo entonces cuando me di cuenta que estaba llorando lágrimas azules.

Mi mujer y yo nos besamos sabiendo que nuestras vidas habían cambiando radicalmente,  pero también sabíamos que juntos seríamos capaces de adaptarnos y sacar adelante a nuestro pequeño.

Un beso amargo pero lleno de amor y de esperanza para lo que el futuro nos tenia preparado.

Mi hijo hoy tiene 13 años y lo estamos consiguiendo.

Es una persona con autismo severo no verbal. Es una persona feliz.

Reflexiones de una persona con autismo

Si lo deseas puedes leer estos post que te pueden ayudar o por lo menos pasar un buen rato. Además sabrás que no estás sola/o en este mundo azul que nos ha tocado vivir y que es un mundo, duro diferente, pero un mundo maravilloso. Simplemente un mundo maravilloso.

¿Cómo cambiar tu visión del autismo?