Ese día las nubes lloraban lágrimas de barro. No sé los motivos, pero ya nada más levantarme me sentía mal. Era una sensación extraña, como si no quisiera salir a la calle ni hablar con nadie. Como esa niña que no quiere ir al instituto el día del examen porque sabe que no ha estudiado. Rápidamente entendí que aquello era algo más mental que físico. La cabeza se me iba de un sitio a otro y no podía concentrarme: me faltan huevos para mañana, tengo que llamar a mi madre, mi amiga Mari José debería de dejarle, tengo que pedir un aumento de sueldo… todo era una enorme catarata de pensamientos que caían unos detrás de otros sin ni siquiera poder verlos y analizarlos un instante.

Había dormido mal, de nuevo por esos pensamientos que aparecían y se iban como el enamorado aparece en la fiesta de fin de curso, le ves y de repente no le ves, así eran mis pensamientos. Sin embargo esta vez el foco si estaba en lo que me preocupaba. No eran pensamientos saltarines que iban, como rana, de un nenúfar a otro para no mojarse. Eran todos sobre lo mismo: ¿cómo se lo diría a los padres?

Tenía que hacerlo. La directora había confiado en mí por encima y por debajo de otras compañeras. Me había elegido con aire solemne diciéndome: serás tú quien se lo digas. Te tienes que estrenar. Tú has llevado la terapia de su hijo en el último año, y ya que empezamos a vislumbrar el diagnóstico debes decírselo tú.

Así visto tenía que estar hasta agradecida, pero ¿cómo podía decirles a unos padres que su hijo de casi tres años, o era una persona con autismo o tenía retraso mental?

¿Cómo puedes decirles a unos padres esto sin que se derrumben y sin que no quieran oír lo que les estás diciendo? Es humano no creer a nadie que te diga esto de tu hijo. Es más, yo jamás creería a nadie que dijera eso de mi hijo por muy profesional que fuera.

Y así, como dice la canción, pasó el día sin pena ni gloria. Mis compañeras, las que mejor me conocían y que sabían que era yo la que iba hablar con los padres de Lucas, me miraban como miran las personas a la viuda en el funeral de su marido. Algunas, sin hablar del tema, me acompañaban a tomar café, y charlaban conmigo intentando que el tiempo pasara lo antes posible. La que más me quería intentaba sacarme una sonrisa contándome una vez más la historia de cómo conoció a su marido en una pista de hielo después de que se pegara la “gran hostia de su vida”, como decía ella. Sin embargo, ese día las risas no me salían. En seguida me quedaba mirando al final de la nada y mis pensamientos empezaban a hablar. De nuevo el miedo se apoderaba de mí, y me iba a mis rutinas diarias, para que nadie viera que estaba a punto de llorar.

Y, como todo en la vida, llegó el momento. Habíamos quedado a las 18:30 en el despacho de la directora de la escuela de psicomotricidad, que muy gustosamente me había cedido su espacio para dar tan amarga noticia. Llegué al despacho una hora antes. Repasé los informes de todos los profesionales que habíamos actuado con Lucas en los últimos meses y el diagnóstico era bastante claro. Pero, ¿cómo se lo diría a los padres? ¿Iba a ponerme ñoña y llorar? No sería profesional ¿Iba a ser distante y fría? Tampoco sirvo para eso. En fin, ya veré como lo hago… y en eso estaba cuando miré el reloj: Eran las 18:29. Llamaron a la puerta del despacho. Eran los padres de Lucas.

Efectivamente, ese día, las nubes lloraron lágrimas de barro.

 

Reflexiones de una persona con autismo

 

P.D. Recuerdo muy vagamente a la persona que una tarde lluviosa nos citó a mi mujer y a mí en el despacho de su jefa para decirnos lo peor que había oído en mi vida. Lo que sí recuerdo es que esa mujer tuvo empatía y supo ponerse en nuestro lugar. Habló lo justo y escuchó demasiado. Lo hizo bien, teniendo en cuenta la gran mierda que nos estaba contando. Eso sí, cuando salimos la nubes lloraban lágrimas de barro.