Aquel niño salió al patio, con la misma incertidumbre que llega un becario a su primer día de trabajo. Estaba perdido. Pero sabía que aquello era un patio de recreo, donde tarde o temprano aparecerían compañeros para jugar a guerras sin vencedores y a partidos de futbol con porterías hechas con dos abrigos en el suelo.

Nuestro amigo acertó. Se oyó una música suave y relajante por los altavoces y empezaron a salir niños por todas las puertas; algunos de ellos, nada más salir, ya le vieron solo. Nuestro protagonista empezó a mover las manos, signo de nerviosismo, y comenzó a ir de un lado para otro intentando que no se le acercara ninguno de aquellos niños a pesar de que las intenciones de los que salían al patio eran solamente conocerle e intentar jugar con él.

Nuestro amigo empezó a sentirse muy frustrado, pues no sabía conectar con ninguno de ellos, y su ansiedad fue en aumento. Simplemente por lo que no conseguía, por la soledad que sentía y por la inseguridad de estar en un mundo en el que no podía comunicarse con nadie. De repente, y sin saber cómo ni porqué, nuestro querido amigo empezó a llorar y a ponerse nervioso, tiró unos botes de plástico y empezó a golpear pelotas con la rabia propia de alguien que quiere contar cosas y no le salen, y conseguir algo y no puede.

Miraba al resto de niños y ellos parecían felices. Cada uno tenía su sitio, reían, corrían, saltaban… otros estaban solos, pero a todos ellos se les veía felices… ¿Por qué entonces estaba él tan triste? Un patio de recreo, muchos niños, juguetes, era todo propicio para ser feliz, y sin embargo nuestro amigo no lo era.

Enseguida empezó a darse cuenta de que su infelicidad venía dada por la incapacidad de comunicarse con el resto y porque los demás niños, sin maldad y sin querer, le estaban excluyendo, no jugaban con él. La soledad se había convertido en su novia de recreo y eso le hacía estar triste 😢.

Intentó hablar con los niños que estaban por allí y vio como poco a poco iba captando su atención. Pero era muy lento. Tenía que acercarse, respetar sus espacios y sobre todo respetar sus momentos y sus decisiones a la hora de relacionarse. Sin embargo, toda esa tensión se fue relajando y nuestro amigo, a un ritmo adecuado para todos, consiguió empezar a jugar y arrancar sonrisas de los 4 ó 5 niños que se le habían acercado. Rápidamente su sentimiento de tristeza cambió y se convirtió en un momento de los más felices y alegres de su vida pues estaba siendo incluido en el grupo de “niños extraños” que al principio no le hablaban.

De repente se abrieron las puertas y entraron los niños de la clase de nuestro amigo. Era un colegio de niños “normales” que hoy visitaba AUCAVI, un colegio de personas con autismo. Nuestro amigo se había perdido por las instalaciones y había terminado él solo compartiendo recreo y juego con todos los niños con autismo del colegio.

Sintió alivio al darse cuenta de que esos niños, a los que muchas veces él y sus amigos habían llamado “anormales”, eran niños como él; niños que simplemente necesitaban otro ritmo para acercarte, para jugar, para reír; solo eso, eran ritmos diferentes. Para nuestro amigo ese día fue uno de los recreos más felices de su vida.

La normalidad es un concepto que se ha establecido socialmente; ahora bien, cuidado con creerte “normal” y hacer de ello un valor, pues depende del contexto. Imagínate que te pudieras teletransportar y dándole a un botón aparecieras en un segundo en una plaza de un barrio de Pekín, ¿quién sería el diferente?

 

Reflexiones de una persona con autismo


Fotografía: David Martín